"La primera ley de la historia es no atreverse a mentir, la segunda, no temer decir la verdad" Su Santidad Leon XIII

domingo, 30 de diciembre de 2012

Antonio Gramsci y la Revolución Cultural - Parte IV


VI.- LA ESTRATEGIA PARA LA VICTORIA

Lenin sostenía que la revolución debía comenzar por la toma del Estado para finalizar con la transformación de la sociedad. Gramsci invierte los términos: se debe comenzar por la sociedad para culminar con la toma del poder político, del Estado.

¿Y si juntamos las dos? ¿Si llegamos al poder para poner en práctica las medidas necesarias para conquistar a la sociedad civil culturalmente? Esto es lo que pasa en la Argentina, más específicamente con la reforma del Código Civil.

La estrategia de Gramsci: Según la estrategia de Gramsci, lo que corresponde es una “agresión molecular”, como él dice, a la sociedad civil. Según ya vimos, la sociedad es para él un complejo sistema de relaciones culturales, un ámbito donde la batalla central se libra en el campo de las ideas religiosas, filosóficas, científicas y artísticas. Pues bien, dice, todas estas son las fortalezas que es preciso ir conquistando poco a poco, las casamatas que hay que ocupar.

¿Sufrimos hoy una “agresión molecular”?

Tal es la perspectiva cotidiana, inmediata, de una eficaz revolución proletaria. La revolución es, de por sí, universal, por supuesto, la revolución es, de por sí, total, pero su preparación ha de ser minuciosa, sectorializada. Por eso será menester estudiar, prosigue Gramsci, cuáles son los elementos de la sociedad civil que corresponden a los sistemas de defensa en la guerra de posiciones. Porque en este caso no es cuestión de una guerra de movimientos, de una guerra al aire libre, de una batalla campal; se trata de una guerra de trincheras, de posiciones. Entre el Estado y las masas hay un montón de trincheras. No se trata de tomar el Palacio de Invierno, o sea la sede de los Zares, sino las casamatas de la cultura, que separan el Estado del pueblo. Coincidía en esto con el último Lenin quien decía: “Hay que sustituir el asalto por el asedio”.

Así Gramsci no apuntó a los medios de producción, como Marx, ni a los medios de poder político, como Lenin, sino a los medios de comunicación y educación, considerándolos como el objetivo básico para la conquista del poder. Para ello es vital el control de los medios de comunicación de ideas, universidades, colegios, prensa, radio, etc. Lo que hay que destacar es lo esencial: la conquista de la hegemonía es más importante que la toma del poder político. Un poder político que no tenga una sociedad civil que le responda ideológicamente, está girando en el vacío. Si se logra que la mayoría acepte la ideología inmanentista, la ideología socialista, la toma del poder político será como recoger una fruta madura.

Trátase, como puede verse, de una estrategia sin tiempo que a algunos desorientará por las alianzas totalmente insospechadas que podrá entablar un marxismo que trabaja en una guerra de trincheras. Las alianzas podrán cambiar, pero los objetivos son invariables: suplir los valores sobre los que se asienta la sociedad. Esta estrategia está impregnada de rasgos maquiavélicos. No en vano para Gramsci el moderno Príncipe es el Partido Comunista, quien no deberá desdeñar sin más los sabios consejos de Maquiavelo. ¿En qué sentido el Partido es el nuevo Príncipe? Antes que nada por su extremo realismo, que lo conducirá a saber aprovechar todas las ocasiones para alcanzar los objetivos que se propone. El moderno Príncipe, dice, “está caracterizado por la máxima decisión, energía, resolución, y es dependiente de la creencia fanática en las virtudes taumatúrgicas de sus ideas”. El Príncipe de Maquiavelo se movía, por cierto, en el ámbito particular de la historia renacentista, entre intrigas de palacio y un pequeño mundo disputado por varias decenas de “condottieri”. El Partido, como moderno Príncipe, es el agente de la historia total, de la sustitución de una hegemonía por otra. No habrá de ser un Príncipe dogmático sino flexible, astuto, que jamás olvide hacer un cuidadoso cálculo, sumas y restas, de los intereses e ideas en juego, para luego saber aprovechar las debilidades ajenas, y preparar las “traiciones de clase” de que hablaremos enseguida.

2. Desmontaje y montaje

Acabamos de ver cómo el error de Lenin, al menos para Gramsci, fue quizás emprender la toma del poder político, mientras la sociedad rusa continuaba impregnada de las ideas y creencias tradicionales. Pero esa sociedad era “gelatinosa”, dice Gramsci: y eso puede explicar un poco lo de Lenin. No es así la sociedad occidental, asentada sobre una cosmovisión bastante definida. Gramsci juzga que la hegemonía proletaria sólo se alcanza de manera plena cuando se consigue destruir la cosmovisión preexistente en una determinada sociedad, y se logra introducir la nueva conciencia del inmanentismo integral. Habrá que meter pie en el aparato del Estado, en los medios de expresión de la opinión pública, en las universidades, en los colegios, en las parroquias. Como la larga marcha de Mao, pero no a través de las montañas, sino a través de las instituciones. La revolución habrá de ser preparada con tiempo, paciencia y cálculo de alquimista, desmontando pieza por pieza la sociedad civil, infiltrándose en sus mecanismos, cambiando la mentalidad de la mayoría. No bastan pues los cambios económicos, como no es suficiente la toma del poder estatal. Todo ello sería insuficiente y precario, ya que el dominio burgués seguiría teniendo el consenso de las clases subalternas, y la burguesía reconquistaría pronto el poder político, con la excusa de salvar “el orden conculcado”, quizás a través de un caudillo al estilo de César, Napoleón o Mussolini. A toda costa es preciso evitar el caos, porque en el caos perdemos todos; el caos puede llamar de nuevo a las fuerzas de la vieja cosmovisión.

El proyecto gramsciano: Resumiendo, Gramsci razona así: El mundo moderno es el mundo de la inmanencia, y entre inmanencia y trascendencia no hay mediación posible. Sólo llevando el inmanentismo hasta sus últimas consecuencias se podrá establecer el “orden nuevo”. La implantación de dicha hegemonía implicará dos momentos. Ante todo, el momento crítico, consistente en corroer y destruir la cosmovisión persistente; es una lucha intelectual, que apunta a la eliminación de los principios fundamentales que constituyen la estructura mental de la sociedad. El segundo es constructivo, y apunta a la integración de la nueva cosmovisión, de modo que impregne las mentes de la sociedad. Conseguida esta finalidad, se habrá alcanzado la hegemonía.

a. El momento destructivo

Acertadamente señala Gramsci cómo toda revolución seria ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas.

La misma estrategia que la Ilustración: Pues bien, a imitación de la estrategia empleada por la Revolución Francesa, dice Gramsci, el marxismo, que es hijo legítimo de esa Revolución, primero tendrá que desmontar. Tendrá que hacer ese trabajo volteriano, del panfleto, de la comedia, de la burla del antiguo estado. No siempre será fácil, pero habrá que hacerlo. Habrá que ir desintegrando lentamente el bloque histórico, el bloque ideológico dominante, habrá que meterse, buscar cualquier rendija, por pequeña que sea, para irlo resquebrajando, tratar de que comiencen a fallar los mecanismos de la sociedad civil en vigor.

En este trabajo de demolición a lo que hay que apuntar ante todo es, obviamente, a la clase hegemónica y dominante, porque detenta tanto la hegemonía como el poder político, para que empiece a perder la hegemonía y pase a ser sólo dominante. Es decir que no tenga ya el control sereno de las ideas sino que se vaya haciendo solamente dominante, de pura coerción, exclusivamente policial o judicial. En Occidente la clase dirigente es hegemónica, observa Gramsci, gracias a esa ligazón estrecha, interdependiente, entre sociedad política y sociedad civil. Lo que tiene que hacer la revolución es demostrar la hegemonía reinante en la sociedad civil, tratar de que la clase dirigente pierda el consenso, es decir, que no sea ya dirigente, sino únicamente “dominante”, detentando la pura fuerza coercitiva.Para ello hay que tratar de despojarla de su prestigio espiritual, desmitificando los elementos de su cosmovisión mediante una crítica continua y corrosiva. Esta crítica debe sembrar la duda, el escepticismo y el desprestigio moral en relación de quienes dirigen. Debe destruir sus creencias y sus instituciones y debe corromper su moralidad”.

Tal sería el blanco inicial de la estrategia de destrucción: lograr el desprestigio de la clase hegemónica, de la Iglesia, del ejército, de los intelectuales, de los profesores, etc. Habrá incluso que aprovechar las ideas mismas de las clases dirigentes, empleando por ejemplo su mismo lenguaje. Habrá que enarbolar las banderas de las libertades burguesas, de la democracia, como brechas para penetrar en la sociedad civil. Habrá que presentarse maquiavélicamente como defensor de esas libertades democráticas, pero sabiendo muy bien que se las considera tan sólo como un instrumento para la marxistización general del sentido común del pueblo.

El resquebrajamiento del mundo burgués era par Gramsci uno de los signos que le daban más esperanzas de triunfo. Una sociedad se desintegra, un bloque histórico se agrieta cuando comienzan a fallar los mecanismos de la sociedad civil. Este quebranto es, en gran parte, la obra de los intelectuales que empiezan a traicionar. Gramsci considera que se ha ganado una gran batalla cuando se logra la defección de un intelectual, cuando se conquista a un teólogo traidor, un militar traidor, un profesor traidor, traidor a su cosmovisión. Nada más efectivo que eso: suscitar la traición de algunos intelectuales a la cosmovisión tradicional, con el consiguiente acercamiento a la nueva hegemonía que aparece en el horizonte. No será necesario que estos “convertidos” se declaren marxistas; lo importante es que ya no son enemigos, son potables para la nueva cosmovisión. De ahí la importancia de ganarse a los intelectuales tradicionales, a los que, aparentemente colocados por encima de la política, influyen decididamente en la propagación de las ideas, ya que cada intelectual (profesor, periodista o sacerdote) arrastra tras de sí a un número considerable de prosélitos. El bloque comienza a resquebrajarse cuando un cierto número de intelectuales traiciona a los representantes de la hegemonía reinante.

Es este un aspecto muy importante en la estrategia gramsciana: lograr el desprestigio de la clase hegemónica. Y algo más: lograr que los que se opongan o intenten oponerse al orden nuevo, los que denuncian su estrategia, sean reducidos al silencio. Esto es fácilmente conseguible a través de los órganos de difusión cultural; denigrar y ridiculizar a los que luchan contra la nueva cosmovisión, como si se tratara de gente retardataria, cavernícola, etc., que no está a la altura de los tiempos modernos. Tal fue uno de los métodos que, en la línea de Gramsci, sería predileccionado por el comunismo italiano, el de marcar a fuego al adversario. Gracias al dominio cultural, hoy ya no se hacen necesarios los campos de concentración para los adversarios lúcidos del marxismo. Ya no será necesario emplear el terror físico contra los disidentes intelectuales de la nueva cosmovisión, de la nueva hegemonía. Bastará su marginación moral. Como bien dice Del Noce, “la así llamada evolución democrática del comunismo consiste en el paso del terror físico a la marginación moral”.

b. El momento constructivo

c. La superación del cristianismo

Se trata de hacer entender a los cristianos que todo aquello por lo que han luchado y en lo que han creído, no es más que una versión utópica e ilusoria de las necesidades, intereses y aspiraciones reales. La filosofía de la praxis recogerá esas necesidades, intereses y aspiraciones, mantendrá, por así decirlo, dichas necesidades, intereses y aspiraciones, pero haciéndoles sufrir una transformación radical. Las recogerá, pero inmanentizándolas. ¿Buscan Uds. un paraíso? Lo tendrán, pero no en el más allá sino en la tierra; el paraíso, sí, pero en la tierra. Conservará, incluso, el lenguaje teológico, pero dándole un nuevo contenido, un contenido inmanentista. […]La religión se manifiesta como apreciando al hombre, como buscando su bien pero en la perspectiva de “otro mundo”, en la esfera de lo utópico. Se trata de recuperar esa importancia que se atribuye al hombre, pero no vinculándolo a una vacua “trascendencia”, sino a la misma historia del hombre, la que es hecha por el hombre y para el hombre, a través de la cual el hombre se crea a sí mismo.

Labor, por tanto, intelectual y práctica a la vez: refutar teóricamente el cristianismo, desmontando las piezas principales de su sistema, y ofrecer a los cristianos metas de verdadero interés, metas tangibles, sensibles y terrenales, que faciliten el trasvase desde una concepción trascendente a una concepción inmanente, que es la única real. No se trata, por tanto, de dejar a las masas católicas sin una concepción del mundo; se trata de ir sustituyendo paulatinamente la concepción del mundo; se trata de ir sustituyendo paulatinamente la concepción inmanente, en que filosofía, política y sentido común se identifiquen. Es el secularismo alcanzando su punto extremo, al secularizar incluso la religión. La afirmación de que el Partido es el nuevo Príncipe que ocupa en las conciencias el puesto de la divinidad o del imperativo categórico, da a entender cómo el marxismo es, literalmente, la “religión secularizada”. El comunismo es para Gramsci el equivalente moderno de la Iglesia Católica, un equivalente diametralmente opuesto en los principios, dado que la única realidad sobre la que no sólo se puede sino que se debe hablar es la realidad de aquí abajo.

Para Gramsci la decadencia de la religión comienza cuando los intelectuales de la fe, como son los sacerdotes y teólogos, se van inclinando a minusvalorar las categorías de la trascendencia y a enfatizar desmesuradamente las de la inmanencia y la modernidad. En ese caso el proceso va tomando buen cariz. Estos nuevos teólogos, decaídos ya de la fe, funcionan entonces según el modelo bien analizado por Gramsci de los intelectuales que realizan la traición de clase. Son aquellos que, al decir de nuestro autor, “están a punto de entrar en crisis intelectual, vacilan entre lo viejo y lo nuevo, han perdido la fe en lo viejo, pero todavía no se han decidido a favor de lo nuevo”. A tales sacerdotes no les hacen demasiada mella los argumentos intelectuales de su fe antigua; ahora miran lo tradicional con recelo, toman distancia de la tradición, y si bien no se abrazan aún plenamente con lo nuevo, comienzan a vivir en la ambigüedad. Las combinaciones “cristiano-marxistas”, las asociaciones de “cristianos para el socialismo”, etc., que vendrán después, tienen un espléndido retrato en esos análisis de Gramsci. Los “clérigos marxistas” son precisamente intelectuales traidores que se “convirtieron” a la modernidad, acercándose a los nuevos dirigentes que se van apoderando de la cultura.

Antonio Gramsci y la Revolución Cultural del Reverendo Padre Alfredo Saenz. Conferencias pronunciadas los días 12 y 13 de Agosto de 1987, en la sede de la Corporación de Abogados Católicos, Libertad 850, Capital Federal.

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